La angustia de la separación

     Si en 1939 el estallido de la Segunda Guerra Mundial fue considerado por casi todos los países como una auténtica catástrofe, en 1914, por el contrario, la guerra fue recibida con un optimismo y una alegría que en ciertos casos rayaba en la felicidad.




       "Ondeaban las banderas, retumbaba la música marcial, y en Viena hallé la ciudad entera sumergida en la embriaguez."  (Stefan Zweig)



     Era como una especie de enfermedad contagiosa a la que nadie podía sustraerse.    Aquellos que en el momento de hacer el servicio militar habían sido declarados inútiles, se enrolaban como voluntarios. Muchachos y ancianos acudían en tropel a las oficinas de reclutamiento y solicitaban ser enviados al frente. Los jóvenes que, por diversas razones, se hallaban en el extranjero, acudían rápidamente a consulados y embajadas para poder volver lo antes posible y luchar por su país.






     Las mujeres sabían que la guerra traería "a algunos, fama y gloria; a millares, la riqueza; a centenares de millares, la muerte; a millones, luto y dolor."  Aunque la angustia les partía el corazón al ver marchar a sus hombres al matadero, las mujeres debían contenerse: "Los sollozos que llenaban mi pecho habrían salido en tropel de mi boca si hubiera intentado abrirla y no quise infiltrar parte de mi amargura en la calma y serenidad de mi marido: reservaba todo mi dolor para cuando me encontrara sola." 





No importa que estas palabras fueran pronunciadas por una mujer cuarenta años antes, con motivo de la guerra entre Prusia y Francia, pues la situación en 1914 era la misma, como describían los periodistas que presenciaron la marcha de los franceses al campo de batalla: "Yo veo claramente que sus gargantas están hinchadas de lágrimas que no pueden salir por los ojos, y sus pechos estallan por no poder sollozar. Ni una sola ha dejado escapar un grito de dolor. Están junto a sus hijos, a sus padres y hermanos o amantes, y no dicen nada, no pueden decir nada, porque, al abrir los labios, saldría afuera el torrente de dolor que les azota el alma. Y todas han hecho, sin decírselo, el juramento de no llorar ante el que se va."






No podían mostrar sus rostros desencajados, teñidos de una palidez mortal, cuando los hombres, entusiasmados, no cesaban de cantar, gritar y fanfarronear.







No debemos olvidar que ambos bandos estaban completamente convencidos de la justicia de su causa, daban por seguro que la guerra terminaría victoriosamente, en el peor de los casos, antes de que la nieve cubriera los caminos, y se ignoraban el horror y la miseria que provocarán cuatro largos años de muerte y destrucción. 
Sin embargo, apenas el tren ha abandonado la estación y los rostros de los soldados se han perdido en la lejanía, las mujeres quedan solas en el andén, envueltas en un silencio abrumador. De repente, la serenidad y la fingida alegría desaparecen y se imponen el vacío, la soledad y la angustia. 

     






  Seguramente muchas de ellas no pudieron dormir esa noche, pues sentirían al otro lado de la cama el calor del que acababa de partir hacia lo desconocido, tal vez hacia la muerte. Les esperaban más de mil quinientos interminables días; días que al principio fueron de esperanza, luego de inquietud y finalmente de desesperación. 













    




  


                                 



    

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