Muñecas lujuriosas







En los momentos iniciales del conflicto, fueron innumerables las voces que se hicieron oír desde todas las instancias alabando los méritos de las mujeres. De repente, parecen derrumbarse los viejos tópicos acerca de la inferioridad física, intelectual y moral de las mujeres. ¿Acaso no habían sustituido a los hombres en todo? Pues si eran tan útiles como ellos, debían tener los mismos derechos.

No habrá que esperar mucho para comprobar la falsedad de tales afirmaciones. Muchos soldados comprobaban angustiados cómo la relación que ellos tenían entre ambos sexos saltaba hecha pedazos. Las mujeres querían alterar el orden natural de las cosas y se aprovechaban de la ausencia de los hombres para liberarse del control masculino.

Esto hará que, a medida que se prolongue la guerra, se vaya abriendo entre hombres y mujeres un foso cada vez más profundo, hasta desembocar en casos de auténtica misoginia.




"¿De qué se venga? Acaso tan solo de que él es un hombre y de que ella es
una mujer, y el número de aquellas que, sin deseo de hacer daño, habrán tomado
su revancha (...) creará entre ambos sexos suficiente odio como para que
un Flaubert del futuro se vea tentado a escribir sobre las tragedias del
matrimonio después de la guerra."



Al iniciarse la guerra se había exigido a las mujeres que compartieran el entusiasmo de los soldados, que se mostraran insensibles, pues cualquier manifestación de desfallecimiento habría enfriado el ferviente patriotismo de aquellos momentos.



"Toda mujer que, en el momento presente, quebrante en el
hombre el sentimiento del deber hacia la
patria, sería una criminal."


Paradójicamente, esta entereza se volverá en su contra algunos meses después, cuando maridos e hijos, conocidos ya los horrores de la guerra, las acusen de haber permitido con su pasividad, con su falta de sentimientos, dejarles marchar hacia el infierno.

Si las mujeres hubieran querido habrían podido evitar la guerra. Pero no lo hicieron. Su valentía era falsa, fingida, pura comedia. Mientras despedían a los suyos, unas pensaban en cómo disfrutar de una libertad tan fácilmente lograda; otras en satisfacer su desbocada pasión con amantes y emboscados. Las posibles desgracias tampoco las asustaban, pues hacían cálculos sobre la cuantía de la pensión que recibirían por el marido muerto o inválido, además de que "un marido con una pata de menos lo tiene más difícil para vigilarlas." Hasta las perras demostraban mayor cariño y protección hacia sus crías.




"¿No sabes que hay sufragistas que han silbado a los ministros e incendiado los museos?
¿Que se han dejado atar a los faroles por el derecho al voto? ¿Oyes? ¡Por el derecho
al voto! Y por los hombres... no, nada; ni una palabra, ni un grito... Nada!"




"¡Nunca hubiera creído que pudiesen aceptar eso!... Yo me decía: "Disimulan, se contienen;
pero en cuanto se oiga el silbato de la locomotora..., ¡ah!... ¡Cómo van a gritar,
a sacarnos del tren, a salvarnos!... ¡Decir que ellas HABRÍAN PODIDO salvarnos, y se
han contentado con ser casquivanas..., y lo mismo en todas partes, en todas las partes del mundo!"



Por otra parte, son también responsables  de la horrible carnicería en que se había convertido la guerra al trabajar en las fábricas de municiones.



"Has desertado de su puesto en el hogar por el odioso trabajo de la fábrica. Sus
dedos han dejado la aguja por la mezquina máquina... Sus brazos se pliegan bajo
los obuses que moldea el torno, los ojos se cansan al calibrar ingenios,
ingenios que tal vez maten a aquellos cuyo puesto de trabajo han ocupado."


De este modo, las mujeres aparecen como responsables, si no de haber iniciado la guerra, de no haber hecho nada para detenerla, ante las ventajas de todo tipo que estaban sacando de ella.



En 1914, los papeles de ambos sexos estaban perfectamente diferenciados. Era el hombre el que debía luchar, mientras la mujer debía permanecer en casa, esperando el regreso del héroe.

Sin embargo, considerando insuficientes los cauces tradicionales a través de los cuales la sociedad toleraba su participación, algunas "exaltadas histéricas" intentaron enrolarse en el ejército. A diferencia de lo que ocurrió, por ejemplo, en Gran Bretaña o Estados Unidos, las autoridades militares francesas, tomándolas por prostitutas que acudían al frente para estar más cerca de sus clientes, e incluso por espías, adoptaron las medidas oportunas, llegando incluso a detener a algunas de estos "marimachos".




Al abandonar su traje de civil, los soldados confiaban en el irresistible atractivo sexual del uniforme, contando con fáciles y rápidas conquistas en una retaguardia en la que las mujeres se entregaban a los "poilus", enternecidas y emocionadas ante el espectáculo de su juventud y su valor.




Su desilusión será brutal, al comprobar que los soldados no despertaban en ellas sino desprecio y repugnancia, y que reservaban sus favores a emboscados y oficiales.





Por otra parte, las mujeres aparecen como la más perfecta personificación de la retaguardia, otro país que vive en una fiesta permanente, y que suscita en los soldados un odio profundo.





Las mujeres son frívolas, egoístas, incapaces de compartir los sufrimientos del frente. Mientras los soldados se enfrentaban diariamente a la muerte, eran devorados por los piojos y temblaban de miedo en los refugios subterráneos, las mujeres no pensaban más que en divertirse.



"Así, esa espantosa noche de carnaval, a la misma hora que yo reptaba entre las líneas,
arrastrándome  de cadáver en cadáver, para encontrar a un camarada cuyos gritos
oía, ella bailaba hasta el punto de hacerse daño en el talón."


Del reproche por su ligereza, inconstancia, frivolidad se pasó fácilmente a la acusación de potenciales prostitutas.

La guerra no hizo sino confirmar las opiniones negativas acerca de la naturaleza de las mujeres vertidas por moralistas y filósofos en los decenios anteriores. Además de su falta de inteligencia ("tienen un cerebro tan grande como la cabeza de un clavo") , se caracterizaban por una invencible tendencia al embuste, por lo que era prácticamente imposible encontrar una mujer totalmente sincera.



"El león tiene dientes y garras, el elefante y el jabalí colmillos, 
cuernos el toro, la jibia tiene su tinta con la que enturbia el
agua en torno suyo; la naturaleza no ha dado a las mujeres
más que el disimulo para defenderse y protegerse."



Los hombres comprueban que la guerra no desmiente esta opinión sino que la confirma. Las mujeres eran unas vulgares rameras dispuestas a prostituirse a la menor ocasión.

Y es que la infidelidad de las mujer se convirtió en una auténtica obsesión. Siempre estaba en boca de los soldados que frecuentemente la utilizaban como broma para enfadar a sus compañeros.




"Uno de los nuevos, después de limpiarse las manos en el pantalón de pana, sacó delicadamente
una foto de su cartilla militar, con los bordes estropeados.
-Es joven, ¿eh? Es mi mujer... No tenía dieciocho años cuando fue mía.
-¿Quién te reemplaza desde que está viuda?"


 Sin embargo, las bromas no eran sino un intento de ocultar una inquietud que se alimentaba con las noticias que aparecían en los periódicos sobre la abundancia de mujeres que se prostituían y a veces por los detalles o sucesos que, inocentemente, incluían las mujeres en sus cartas.



"A propósito, he vuelto a encontrar en el hotel a un amigo del que ya te he hablado,
Marcel Bizot. Es un muchacho encantador al que me gustaría presentarte 
después de la guerra. Salimos juntos con frecuencia..."


Cualquier cosa, una fotografía en compañía de otro hombre, un incidente trivial, que antes de la guerra habría pasado desapercibido, es suficiente para despertar el recelo de los soldados acerca del comportamiento de su esposa. Se busca un sentido oculto a cada palabra o a cada silencio. Y siempre con el perpetuo temor de dónde estará y con quién. 
Se sufre pensando que allá, en la retaguardia, la mujer sigue viviendo y que, en el transcurso del día, puede entablar relación con un hombre, con uno de los múltiples emboscados que siguen disfrutando de la vida lejos del frente.



A pesar de los razonamientos, las dudas van haciendo una labor de zapa y acaban volviendo locos a los soldados. La sospecha de infidelidad les angustia y se convierte en una tortura mayor que el barro o los piojos.


"Sé perfectamente que tengo razón al tener en ti la mayor confianza,
pero sufro pensando que hay hombres que te ven todos los
días, que son tus íntimos, mientras mi hogar está vacío."


Por desgracia, a veces las sospechas eran ciertas. Unas veces, las mujeres cedían para llenar el vacío afectivo que una guerra que no parecía tener fin les había provocado. Otras, simplemente, como medio de obtener algo de alimento o eludir las privaciones impuestas por la guerra.





Sin embargo, no hay razones que sirvan para lavar la mancha de una mujer adúltera. Claro que la guerra era dura y larga, pero no menores eran los sufrimientos de los soldados en las trincheras, y sin embargo aguantaban sin desfallecer. No, todo era consecuencia de su lascivia.




"¡Es necesario que vayas! Júramelo. Y le dirás que es una vaca, oyes, le
dirás que por su culpa he reventado... Es necesario que se lo digas... 
Y le dirás a todo el mundo que es una puerca, que se ha dedicado a
hacer la vida mientras yo estaba en el frente. La maldigo, me oyes, y
me gustaría que reventara como yo, con su tipo. Le dirás que la he
escupido al rostro antes de morir, le dirás..."

Y no faltaron quienes dieron muerte a la mujer infiel.




"Entonces, el desgraciado, en acceso de cólera, la golpeó
con un mazo; le asestó tres violentos golpes que le provocaron
una espantosa herida en la cabeza. La mujer rodó por
tierra, donde permaneció sin sentido en un mar de sangre."

1 comentario:

  1. gracias a Dios me toco vivir en esta época... donde si bien aun hay machismo... ya hay mas libertad y derechos a la mujer... que es al igual que el hombre valiosa para la sociedad, mujeres que aman y sufren que trabajan que alimentan que protegen que limpian y se hacen cargo de la crianza de los pequeños...


    de esta pagina me voy con un mal sabor de boca...

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